lunes, 5 de abril de 2010

A orillas del rio Piedra me senté y lloré..

A orillas del río Piedra me senté y lloré. Cuenta una leyenda que todo lo que cae en las aguas de este río —las hojas, los insectos, las plumas de las aves— se transforma en las piedras de su lecho. Ah, si pudiera arrancarme el corazón del pecho y tirarlo a la corriente; así no habría más dolor, ni nostalgia, ni recuerdos.
A orillas del río Piedra me senté y lloré. El frío del invierno me hacía sen-tir las lágrimas en el rostro, que se mezclaban con las aguas heladas que pa-saban por delante de mí. En algún lugar ese río se junta con otro, después con otro, hasta que —lejos de mis ojos y de mi corazón— todas esas aguas se con-funden con el mar.
Que mis lágrimas corran así bien lejos, para que mi amor nunca sepa que un día lloré por él. Me acuerdo de mi instante mágico, de aquel momento en el que un «sí» o un «no» puede cambiar toda nuestra existencia.
A orillas del río Piedra escribí esta historia. Las manos se me helaban,las piernas se me entumecían.
Podría haber hecho algún comentario gracioso, y sobre el orgullo que sentía de verlo así, admirado por los demás.
Podría haberle explicado que necesitaba salir corriendo y coger el último autobús nocturno.
Podría. Jamás llegaremos a comprender el significado de esta frase. Porque en todos los momentos de nuestra vida existen cosas que podrían haber sucedido y terminaron no sucediendo. Existen instantes mágicos que van pasando inadvertidos y, de repente, la mano del destino cambia nuestro uni-verso.
Fue lo que sucedió en aquel momento. En vez de todas las cosas que yo podía haber hecho, hice un comentario que —una semana después— me trajo delante de este río y me hizo escribir estas líneas.
— ¿Podemos tomar un café? —fue lo que dije.
Y él, volviéndose hacia mí, aceptó la mano que el destino me ofrecía:
— Siento una gran necesidad de hablar contigo. —respondí, sin saber que allí estaba la última salida.
Pero, en una fracción de segundo, quizá porque volvía a ser una niña, quizá porque no somos nosotros los que escribimos los mejores momentos de nuestras vidas,

Paramos a tomar un café.
— La vida te enseñó muchas cosas —dije, tratando de iniciar una con-versación.
— Me enseñó que podemos aprender, me enseñó que podemos cam-biar —respondió él—. Aunque parezca imposible.
Al principio intenté recordar nuestro tiempo de infancia, pero él apenas mostraba un educado interés. Ni siquiera me oía, y me hacía preguntas sobre cosas que yo ya había dicho.
Parecía que algo no andaba bien. Podía ser que el tiempo y la distancia lo hubiesen apartado para siempre de mi mundo.
Las dos horas restantes, fueron una verdadera tortura. Él miraba la carretera, yo miraba por la ventanilla, y ninguno de los dos ocultaba el malestar que se había instalado. El coche alquilado no tenía radio, y la solu-ción era aguantar el silencio.
Me gustaría... —dijo.
Por dos veces no consiguió terminar la frase. Yo imaginaba qué era lo que le gustaría: agradecer mi compañía, mandar recuerdos a los amigos y, de esa manera, aliviar aquella sensación desagradable.
— Me gustaría que fueses conmigo a la conferencia de esta noche—dijo por fin.
Me llevé un susto. Quizá estuviese tratando de ganar tiempo para repa-rar el incómodo silencio del viaje.
— Me gustaría mucho que fueses conmigo —repitió.
Para mi sorpresa, el instinto me decía que él estaba siendo sincero.
Detuvo el coche de repente y me miró directo a los ojos.
Nadie logra mentir, nadie logra ocultar nada cuando mira directo a los ojos.
Y toda mujer, con un mínimo de sensibilidad, consigue leer los ojos de un hombre enamorado. Por absurda que parezca, por fuera de lugar y de tiem-po que se manifieste esa pasión.

se volvio hacia mi y me dijo..una frase muy sencilla..te quiero!!
A veces nos invade una sensación de tristeza que no logramos controlar, decía él. Percibirnos que el instante mágico de aquel día pasó, y que nada hicimos. Entonces la vida esconde su magia y su arte.
Tenemos que escuchar al niño que fuimos un día, y que todavía existe dentro de nosotros. Ese niño entiende de momentos mágicos
Yo estaba allí porque, de repente, la vida me había dado la Vida. No sentía culpa, ni miedo ni vergüenza. A medida que pasaba el tiempo a su lado, y lo oía hablar, me iba convenciendo de que tenía razón: existen momentos en los que todavía es necesario correr riesgos, dar pasos insensatos
«Admiro la lucha que estás librando con tu corazón», me dijo en el res-taurante.
Pero se engaña. Porque ya luché y vencí a mi corazón hace mucho tiempo. No me voy a enamorar de lo imposible.
Conozco mis límites, y mi capacidad de sufrimiento.

Detuvo el coche. Al bajar, me cogió de la mano y empezamos a caminar entre la niebla.
— Este lugar entró en mi vida de un modo inesperado —dijo.
«Tú también», pensé.
— Aquí, un día, sentí que había perdido mi camino. Y no era así: en rea-lidad lo había reencontrado.
— Dices cosas muy enigmáticas —dije.
— Fue aquí donde entendí la falta que hacías en mi vida.
Volví a mirar alrededor. No podía entender por qué.
Estás distraída —dijo en cierto momento.
Sí mi mente estaba volando. Me gustaría estar allí con alguien que me dejase el corazón en paz, alguien con quien pudiese vivir aquel momento sin miedo de perderlo al día siguiente. Así el tiempo pasaría más despacio; po-dríamos quedarnos en silencio, ya que tendríamos el resto de la vida para con-versar. Yo no tendría que estar preocupándome de temas serios, decDurante toda la tarde estuve mirando las aguas del río Piedra. La mujer nos trajo bocadillos y vino, dijo algo sobre el tiempo y volvió a dejarnos solos. Más de una vez él interrumpió la lectura, y se quedó con la mirada perdida en el horizonte, absorto en sus pensamientos.
En cierto momento, resolví ir a dar una vuelta por el bosque, por las pe-queñas cascadas, por las laderas llenas de historias y significados. Cuando empezaba a ponerse el sol, regresé al sitio donde le había dejado.
— Gracias —fue su primera palabra cuando me devolvió los papeles—. Y perdón.
A orillas del río Piedra me senté y sonreí.
— Tu amor me salva, y me devuelve los sueños — continuó.
Me quedé callada, sin moverme.
— ¿Conoces bien el salmo 137? —preguntó.
— Me estaba olvidando. Y tú me haces recordar.
— ¿Crees que recuperarás tu don? —pregunté.
— No lo sé. Pero Dios siempre me dio una segunda oportunidad en la vida. Me la está dando contigo. Y me ayudará a encontrar mi camino.

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